17.9.08

Mujeres

Jaime Bayly.










Mi primera mujer fue una prostituta. No recuerdo su nombre, no sé si llegué a preguntárselo. Me atendió amablemente, aunque con cierta premura comprensible. No le costó trabajo advertir que los temblores de mi cuerpo se debí­an no al frí­o que yo alegaba sino al temor a fracasar con ella, la primera mujer que finalmente podí­a tocar desnuda.

Fracasé, por supuesto, y a ella poco le importó. Para vengar la afrenta, insistí­ con una prostituta que trabajaba en una casa de masajes. Mi cuerpo, una vez más, se rehusó a obedecerme.

Por mucho que lo intenté, no pude obtener alguna forma de placer de esos forcejeos fallidos con un cuerpo al que, aun esforzándome, no conseguí­a desear. Lo peor no fue pagar sino pedir disculpas por no estar a la altura de la circunstancias. Oficialmente tuve una novia en el primer año de universidad. Se llamaba Ana.

Lo que me atrajo de ella fue su descuidada elegancia, la elegancia de una señora precoz, y su manera de fumar. La llevé a cenar con mis abuelos y la aprobaron. Mi padre vino una tarde a visitarme y vio una foto de ella en mi escritorio y no dijo nada pero me miró con un aire raro, no sé si sorprendido o contento o ambas cosas a la vez. Ana y yo salí­amos a bailar los fines de semana.

Ella fumaba mucho. Era muy inteligente, sabí­a de historia y polí­tica y le gustaba demostrarlo. Su hermano era extraño, decí­a que querí­a ser presidente. Sus padres simulaban quererme pero en el fondo me veí­an con recelo, no les gustaba que saliera en televisión a tan temprana edad.

Cuando nos quedábamos solos en su casa, poní­a la música que más le gustaba -Genesis, Peter Gabriel- y nos enredábamos a besos, unos besos que por mi parte eran atropellados, torpes, excesivos. No sé por qué terminamos, tal vez porque se hartó de mis besos o porque conocí­ a su prima. Su prima también estudiaba en la universidad y era más linda que ella.

Se llamaba Micaela. Fue la primera mujer a la que, venciendo el miedo escénico, pude amar. Yo fui también su primer hombre o eso fue lo que ella me dijo y ella no mentí­a. Era una mujer inolvidable en muchos sentidos, no sólo por su belleza sino por su inteligencia, su aire bohemio y su carácter apasionado.

Hicimos viajes juntos, elegimos los nombres de nuestros hijos, nos escribimos cartas desesperadas en aquellos años en que todaví­a se escribí­an cartas de amor y luego ella se fue lejos y cuando fui a buscarla ya era tarde, ya se habí­a enamorado de otro. A Estefaní­a, la hermana de un amigo, le gustaba tomar champagne antes de sacarse la ropa, obligarme a bailar aunque me quejase y pedirme prestados sacos y casacas que nunca me devolvió (y no le pido que me las devuelva, pues ya no me quedarí­an).

Lo que más me gustaba de ella es que entendí­a bien la naturaleza de la amistad que nos uní­a a su hermano y a mí­, algo que, lejos de escandalizarla, parecí­a divertirle. Cuando pienso en ella, la veo tendida en la alfombra de un departamento vací­o, con una botella de champagne.

No fue amor, fue sólo un juego retorcido del que supimos salir ilesos o casi. Lo que ha quedado en mí­ de Gabriela es el sabor salado de sus besos con olor a cerveza aquella noche que bajamos al mar en el auto de mi madre cuando su novio estaba de viaje.

No debió ocurrir, pero ocurrió, y luego todo se torció y la amistad se echó a perder, aunque en realidad yo nunca he sido amigo de nadie, ni siquiera de mí­ mismo. Mi prima Araceli me regaló una tarde de amores furtivos en un hotel, una tarde en la que me asaltó la evidencia de que yo no habí­a nacido para triunfar en esos asuntos resbaladizos.

Luego se fue a vivir lejos y yo no la perseguí­ ni contesté sus cartas porque me humillaba el recuerdo de mi ineptitud pasmada frente a su destreza para el combate cuerpo a cuerpo.

Aunque fue una noche y solo una noche -en realidad, un amanecer-, no puedo pasar por alto la emoción que me embargó cuando me deslicé en la cama de Milagros, la hermana de un amigo, y fui suave y generosamente recompensado por esa chica rubia a la que nunca más volví­ a ver.

Sin desmedro de sus encantos, que no eran menores, tal vez aquella madrugada resultó inolvidable por la proximidad en la que se hallaban durmiendo sus padres y su hermano, quienes me creí­an incapaces de esa feloní­a, que a ella, sin embargo, no pareció sorprender.

Josefina me enseñó a caminar por las calles de su ciudad, a moverme en autobús, a querer a su hija que patinaba en el parque (de la que luego tomé el nombre para una de mis hijas), a ver dos y tres pelí­culas una sola noche, a leer los libros que me recomendaba con pasión. Era una mujer fascinante. La amé sin necesidad de hacer el amor. En unas pocas (divertidas) ocasiones, intentamos hacer el amor pero resultaba un estorbo para amarnos. Nos vemos muy rara vez. Eso no ensombrece la certeza de que la sigo queriendo.

Todo lo que puedo decir de Sofí­a es que fue mi mujer por diez años y me dio dos hijas que ahora son, junto con ella, mis mujeres por todos los años que me queden de vida. No sé si es insuficiente decir esto para describir el tipo de alianza que me une con ella, una alianza que sobrepasa las leyes pasajeras del deseo y la posesión.

Quizá sea mejor decirlo de esta manera: nada de lo que pueda darle compensará en belleza, arrojo y plenitud lo que ella me dio. Ya no es mi mujer, no dormimos juntos, pero hemos encontrado otras formas más exactas y perdurables de querernos. Es sin duda la mujer que más me ha amado y la que más he amado y lastimado a partes iguales. Las heridas, o el recuerdo de esas heridas, se olvidan cuando nuestras hijas sonrí­en, que es algo que por suerte pasa a menudo.

No exagero cuando digo que ninguna mujer me ha turbado en todos los buenos y malos sentidos, pero sobre todo los malos, como me ocurrió con Isabela. Fue una pasión escondida y deshonesta -es decir, más completa y placentera-, porque ella estaba casada y su marido me conocí­a y, lo que es peor, confiaba en mí­. Pudimos haber tenido un hijo, el azar no lo quiso. Yo era el hombre que ella podí­a ser a veces con otras mujeres y ella era la mujer que yo podí­a ser a veces con otros hombres. Su cabeza de loca de patio era la mí­a.

Cada suave contorno de su cuerpo habita en mi memoria. Si hay una mujer a la que no me cansaré de extrañar, es Isabela. Pero ella ya no me desea, o desea que yo sea una mujer, una loca de patio como ella. Con Andrea me pasó algo raro, y es que se hizo un tatuaje en la espalda con mi nombre, lo que parecí­a un gesto desmesurado de amor, pero nunca me provocó tocar esa piel, besarla, lamerla, hacerla mí­a, ni siquiera lamer ese tatuaje con mi nombre, lo que hubiera sido como besarme a mí­ mismo.

La última mujer con la que pasé una noche fue Lola. Esto ocurrió hace ya cinco años y, debido a sus apetitos ingobernables, quedé bastante maltrecho y deshidratado. Al dí­a siguiente, bajé al bar del hotel y me enamoré de un hombre alto, flaco y valiente para el amor. Desde entonces no he tenido más mujeres.

16.9.08

Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen

Dos jóvenes norteamericanas, Vicky (Rebecca Hall) y Cristina (Scarlett Johansson), viajan a Barcelona, España, para pasar sus vacaciones de verano. Vicky está haciendo un máster sobre “identidad catalana”. A Vicky, mujer ordenada, le gusta la estabilidad y el compromiso, y se casará en cuanto vuelva a Estados Unidos. Cristina es impulsiva y está abierta a las aventuras que puedan surgir, tanto afectivas como profesionales; todavía no sabe qué hacer con su vida, sólo sabe “lo que no quiere”.

Una pausa en el rodaje de la película









Una tarde van a una galería de arte y conocen a Juan Antonio (Javier Bardem), un pintor con un escándalo matrimonial a sus espaldas: su mujer (Penélope Cruz) intentó matarlo (¿o fue al revés?). Juan Antonio las invita a ir con él a Oviedo, y a tener relaciones sexuales. Vicky se siente ofendida, Cristina acepta “sin garantizar nada”. Luego la película va explorando las complicaciones que surgen entre unos y otros.

En su nueva película Woody Allen, a punto de estrenarse en España, continúa su descubrimiento de Europa (Londres, París, Venecia, Barcelona, Oviedo) y añade un toque de exotismo. Toda la acción transcurre en España, y en vacaciones: a diferencia de Match Point, en la que Londres es una ciudad donde se vive y trabaja, Vicky Cristina Barcelona presenta una España bella y exótica, vista por un extranjero, donde la vida es fácil y la bohemia es una opción atractiva.

La fluida y colorista fotografía de Javier Aguirresarobe favorece las secuencias de exteriores pero no casa bien con el estilo habitual de Allen: en algún momento parece hecha para un spot publicitario de la geografía española. Rematan el cuadro los dos actores pañoles de moda: Javier Bardem y Penélope Cruz.

A pesar del exotismo latino, la cinta es la típica película de Allen: un puñado de personajes ligeramente neuróticos, medianamente sofisticados, con conflictos amorosos de todo tipo y un claro despiste sobre lo que está bien y lo que está mal. Los conflictos tampoco son nuevos, ni siquiera originales (recuerden Manhattan); los personajes siguen buscando el amor y la felicidad, y a veces la encuentran pero no dura; los diálogos son, como siempre, espléndidos.

Allen, que en alguna ocasión parecía optar por el compromiso y la verdad, en esta vez parece no tomar nada en serio. Quizá la España moderna no le invita más que a disfrutar de la belleza del momento, pero no a ser responsable. Es bueno sólo para un verano, pero luego hay que trabajar, en otro país, y la experiencia deja un regusto amargo.

Una obra, en fin, menor pero digna, cuyos principales elementos de interés son la dirección de actores, la fotografía y la localización. Hay que advertir que pierde mucho con el doblaje español, ya que buena parte de su gracia es el continuo paso del inglés al español.

Ficha técnica mínima:
Director: Woody Allen
Guión: Woody Allen. Intérpretes: Rebecca Hall, Scarlett Johansson,
Penélope Cruz, Javier Bardem, Patricia Clarkson, Kevin Dunn, Chris
Messina. 96 min. Adultos. (SD)
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